El destino me llevó a la selva. Era 1966 y había cumplido 17 años. Mi primer empleo no fue en una oficina, sino en un campamento móvil que avanzaba conforme se desbrozaba la selva virgen.
De la noche a la mañana, luego de mi desafortunada postulación a la Universidad de Ingeniería, pasé a tener un aprendizaje práctico de la vida de un ingeniero. Pasé de la comodidad de la vida de un joven miraflorino a la sacrificada labor en casi la mitad de la selva.
Mi trabajo como asistente de topógrafo consistía en anotar diariamente datos sobre altura, coordenadas y puntos de referencia de los progresos de la construcción de la Carretera Marginal de la Selva.
No obstante las dificultades, fue emocionante participar en los inicios de uno de los más grandes sueños de Fernando Belaunde: la construcción de una obra inimaginable en aquella época.
A esta zona fui a trabajar. Era selva virgen. Vivíamos, como ya dije, en un campamento, alejados de la civilización. El caserío más cercano estaba a una hora de nuestras rústicas tiendas.
Allí comprobé que, en efecto, en la selva no hay estrellas. Era vivir en un mundo desconocido, donde la soledad, las enfermedades, las lluvias y los lodazales compiten con la terquedad y el instinto innato del hombre por la supervivencia y el dominio de la naturaleza. Las torrenciales lluvias y los frecuentes deslizamientos de tierras nos dejaban muchas veces aislados.
Solo la oscuridad más intensa, que todas las noches descendía como un manto sobre nuestras cabezas, nos hacía pensar y añorar a la familia bajo los cantos y ruidos más extraños producidos por la fauna amazónica.
Los fines de semana, los trabajadores podían salir de los campamentos hacia los pueblos más cercanos e interactuar con la población. Allí podían comer algunos platos de la zona o tomarse unas cervezas. Algunos nativos e inmigrantes también llegaban cerca del campamento con la expectativa de trabajar en las operaciones de abrir trochas.
Los efectos positivos de la carretera se aprecian hoy a través del crecimiento de ciudades y valles como Jaén y San Ignacio, Bagua y el Valle del Utcubamba, Rioja, Moyobamba y el Valle del Mayo.
A su paso por Tarapoto y Yurimaguas, la Marginal ha transformado esta zona en un centro de importancia regional; y, más al sur, apoya el desarrollo de las áreas de Juanjuí, Tingo María y Tocache. Ha facilitado, al mismo tiempo, el crecimiento de Satipo.
En el campamento, durante meses soporté picaduras de una lluvia de insectos y la amenaza siempre latente del ataque de animales salvajes. Hasta que una noche, sin candil, me atacaron los isangos, unos pequeños ácaros, conocidos también como vinchuca o bicho rojo, que anidaron en mi piel en pocos días, lacerándola.
Las lesiones se infectaron, y tuvieron que trasladarme a Tarapoto y, luego, a Lima para mi curación.
A mi regreso a la capital recibí el llamado de la Patria: el Servicio Militar Obligatorio. La obligación se extendía a todo peruano desde los 18 hasta los 50 años de edad. El reglamento precisaba que, en tiempos de paz, el servicio correspondía a los peruanos entre los 18 y 23 años seleccionados por sorteo, enrolados y voluntarios.
Tomado del libro “Adelante”, de Raúl Diez Canseco Terry
Tu experiencia es única, sabía esa historia, lo contó una vez en su depa de playa un ex Ministro de AP, igual tuve la suerte, terminado mis estudios en la Universidad, como egresado de Ingeniero Civil, hacer mi SECIGRA en el Proyecto Especial Pichis Palcazu y estar en la Marginal de la Selva.
Fernando Castillo