En los albores del siglo XXI, nuestra industria atravesaba una de las etapas más críticas de su historia. Las erróneas políticas de los años 90 en el tema de los aranceles, los impuestos antitécnicos, el costo del dinero, la escases de inversiones, el contrabando, el dumping, la falsificación y la competencia desleal ralentizaban el despegue de nuestra industria.
El resultado de semejante desatención se reflejaba en el nivel de la producción industrial per cápita que en año 2000 era equivalente al nivel alcanzado en 1962; es decir, el mismo que tuvimos 38 años atrás. El crecimiento se había desacelerado. Además, la inestabilidad política frenaba cualquier tipo de inversión.
Por eso hubo que trabajar cuidadosamente y de la mano con el sector privado. El objetivo central propuesto fue asegurar las mejores condiciones de acceso de nuestras exportaciones a los mercados mundiales y defender los intereses comerciales nacionales.
En el caso de economías como la peruana, el mercado doméstico era insuficiente para sostener en el largo plazo los niveles necesarios de inversión y de crecimiento para generar los puestos de trabajo que la población demandaba. Emprender era una cuestión de vida o muerte.
En ese horizonte, no había alternativa. El Perú tenía que insertarse adecuadamente en la economía globalizada. Solo de esa manera era posible progresar generando bienestar para el pueblo.
Así, durante nuestra gestión, la industria comenzó a salir de las arenas movedizas en las que se encontraba. Teníamos que mirar más allá de nuestros mercados domésticos. Era necesario superar lo logrado hasta el 2000. De allí la importancia de una alianza estratégica con Estados Unidos, una alianza plasmada en acuerdos de larga duración.
Los peruanos acertamos cuando, a comienzos del siglo XXI, incluimos profundas reformas en nuestros modelos de desarrollo industriales y de crecimiento económico. Unas reformas basadas en la apertura comercial. Una apertura amplia, dinámica, proactiva. Todo esto fue posible gracias a un Estado facilitador, creativo, promotor, innovador. Es decir, un Estado emprendedor. Un Estado emprendedor y solidario, dispuesto a trabajar por el Perú.
Raúl Diez Canseco Terry. El arte de emprender, segunda edición, Universidad San Ignacio de Loyola. Lima, 2013.