Mi primer emprendimiento –ahora lo sé– combinó las dos perspectivas: la necesidad y la oportunidad. Ocurrió un día en que mi padre le comunicó a la familia que había perdido el empleo. Él era gerente de Galletas Fénix, una fábrica que pertenecía a los Prado, el vecino que vivía enfrente de nuestra casa alquilada en Chaclacayo.
El Gobierno militar de Velasco Alvarado había concebido una mal llamada política nacionalista, y desató una serie de confiscaciones y expropiaciones de tierras, negocios y propiedades. Muchas familias perdieron sus bienes y tuvieron que cerrar sus negocios. Los Prado fueron una de esas familias afectadas. Un día, la fábrica de galletas cerró y mi padre se quedó sin empleo.
Fue un golpe económico para mi familia. Cursaba el segundo año de Economía y mis estudios universitarios peligraban. De no haber sido por la ayuda del padre Raimundo Villagrasa, S.J., la historia de mi vida tal vez habría sido diferente.
Generosamente, la universidad me otorgó una beca hasta la culminación de mis estudios, con la condición de que mantuviera mi rendimiento académico, cosa que naturalmente hice. Pero, de todas formas, había muchas necesidades en casa. Mi madre me sugirió que diera clases de matemáticas, algo de experiencia tenía enseñando. Mi hermana Charo recuerda que en la cochera de la casa, en una mesa que instalamos ahí, dicté un curso de vacacional a chicos del barrio para reforzar sus conocimientos escolares en esa disciplina.
Sin embargo, abrir una academia de preparación preuniversitaria requería un esfuerzo mayor. Con la bendición del padre Villagrasa, un día fui a dar una charla al colegio La Inmaculada, administrado por el padre Benito García, S.J., para invitar a los estudiantes a prepararse conmigo para su intento de acceder a la universidad. Logré convencer a 16 estudiantes, quienes trajeron a cuatro amigos más, y así, con 20 chicos, inicié este emprendimiento.
El padre Guilliort, S.J., de la parroquia Nuestra Señora de Fátima, en Miraflores, nos permitió usar gratuitamente la sala de retiro. Fue él, también, quien nos abrió las puertas del convento. Cuando le manifesté que no tenía recursos para pagar el alquiler, me dijo: “No te preocupes, sabemos sobre tu problema. Has sido alumno jesuita, también tu papá y tu abuelo, Pedro Terry, de modo que aquí nadie te va a cobrar”.
Coincidentemente, en 1969, la universidad convocó a un concurso que alentaba a los alumnos a presentar iniciativas de desarrollo empresarial. Yo presenté una monografía titulada: “Aspectos a considerar para el éxito de una Academia”. Era un resumen de mi propia experiencia y un ensayo de lo que hoy sería un estudio de mercado, donde analizaba la necesidad del estudiante, la brecha que existía en el sistema educativo y la manera en que una academia de preparación debía propender no solo a asegurar el ingreso al nivel superior, sino a mantenerse en él, lo que significaba impartir al alumno una nueva metodología de estudio. Con ese trabajo gané el concurso.
Cuando me enteré de que el profesor Marrou había cerrado su academia, fui a verlo. Se sorprendió de mi decisión de crear una academia preuniversitaria. La mayoría de los jóvenes buscaba realizar sus prácticas o trabajar en alguna empresa para ganar experiencia, más no crear su propia empresa. La palabra emprendimiento no existía por entonces para definir un negocio propio.
El profesor me contó cómo había decidido abrir la academia y me alentó a continuar. Y, para mi sorpresa, me obsequió el balotario resuelto de todos los cursos de los exámenes de ingreso a la Universidad del Pacífico. Visto en perspectiva, ese material fue oro en polvo. En el verano del 69, mientras cursaba el segundo año de Economía, estábamos listos para dar el gran salto, y fuimos la primera academia de formación preuniversitaria de exclusiva preparación para esa universidad.
En gratitud al valioso apoyo brindado por los sacerdotes jesuitas, bautizamos este primer emprendimiento como Academia de preparación Preuniversitaria San Ignacio de Loyola (ASIL). La academia empezó a crecer rápidamente. El éxito en el ingreso se propaló de boca en boca entre los jóvenes. Para el verano del 70 nos mudamos al local del colegio Maristas, en San Isidro. Enseñábamos en los mismos salones donde se dictaba clases a los alumnos de secundaria y donde, no hacía mucho, yo mismo había estudiado.
Ese fue el inicio de la que hoy es una de las universidades posicionadas dentro del TOP 3 de investigación académica en el Ranking Scimago 2021: la Universidad San Ignacio de Loyola. Las palabras no me alcanzan para agradecer el esfuerzo y pasión de todos los involucrados de que esta idea se convierta en realidad.
¡Sigamos adelante!
Es muy interesante conocer un emprendimiento desde cero y saber como la discilplina, e inteligencia, sumados a la confianza depositada hacen realidad un sueño.
Muy valiosa experiencia estimado Sr Raul Diez Canseco, y así como la suya existen miles las cuales hoy son la base del desarrollo de nuestra querida Patria; que tanto amamos.
Fascinante historia, todo un ejemplo a seguir. Los jóvenes de hoy necesitan éste tipo de ejemplos de vida para que no se dejen convencer por ideologías fracasadas que suenan bonito pero que a la larga jamás los ayudarán a progresar. Felicitaciones
Raúl te he escuchado contar esta historia varias veces y cada una de ellas me he imaginado con emoción esos primeros años, cuando con alrededor de 20 años te lanzaste a desarrollar un negocio propio. El cual ya tiene más de 50 años de exitoso desarrollo. Te deseo que los éxitos continúen y sean inspiración para muchos jóvenes peruanos a creer en sus sueños y a hacerlos realidad.
Un fuerte abrazo
Raúl te he escuchado contar esta historia varias veces y cada una de ellas me he imaginado con emoción esos primeros años, cuando con alrededor de 20 años te lanzaste a desarrollar un negocio propio. El cual ya tiene más de 50 años de exitoso desarrollo. Te deseo que los éxitos continúen y sean inspiración para muchos jóvenes peruanos a creer en sus sueños y a hacerlos realidad.
Un fuerte abrazo